cita

"Buscará, una vez más, lo imposible. Nada le conviene tanto como desplazarse de nuevo hacia lo extranjero, porque sólo así podrá ir acercándose al centro del mundo que busca. Un centro sentimental, en la línea del viajero de un libro de Laurence Sterne. Necesita ser un viajero sentimental, ir a países de habla inglesa, donde pueda recuperar la extrañeza ante las cosas. Necesita ir a un lugar en el que pueda recuperar el sentimiento vehemente de la euforia. Necesita dar el salto inglés".
Enrique Vila-Matas. Dublinesca.

lunes, 2 de agosto de 2010

Los fantasmas de Oxford, I

¿Qué hay en Oxford de la ciudad imaginada, anticipada, etérea, neblinosa, inmortal en su parálisis? En un primer momento la ciudad real se alza ante los viajeros como un muro de mediocridad globalizada: catervas de jóvenes de farra bajo el pobre pretexto de aprender el idioma, la inevitable turistada japonesa, la sensación pegajosa de habitar un mero parque temático de índole académico-medieval. Luego, a medida que los viajeros tratan de descifrar el mapa que conduce a la ciudad bajo la ciudad, una sensación insidiosa de tiempo desaprovechado: de malgastadas carreras provincianas, en contraste con la excelencia de quienes, además de ser tan letraheridos y outsiders como ellos, ejercían la magistratura desde una formación mucho más amplia.
Pero, por fortuna, hasta la ciudad más real acaba siendo engullida por el manto de la noche. Las calles se vacían, los edificios otrora majestuosos se tornan de una ominosidad escalofriante; surgen los fantasmas, antiguos habitantes de una ciudad varada en el tiempo. Tal vez su librería de lance ya no exista, pero Ralph y Gillian Stone bien podrían doblar la esquina de Turl Street de improviso, echar una ojeada cómplice a los viajeros, y entrar en el establecimiento que aún conservan en la ciudad nocturna. El conserje de la Tayloriana pasa apresurado junto al templo en honor a Morgoth, que algunos durante el día se obstinan en llamar Bodleian Library. Saluda a los sorprendidos viajeros por sus respectivos nombres de pila, con la familiaridad propia del espectro habitual, confundiéndolos con dons de otra época: Ronald, Jack, Hugo. Este último sonríe y se ciñe a su papel recién otorgado para exclamar con ironía: "¡basta de elfos!"

domingo, 1 de agosto de 2010

Carta abierta a mis compañeros de viaje

El viajero invisible no lo ha sido tanto, no en este viaje. Acompañado permanentemente por dos pares de ojos que lo retenían implacables a este lado de la realidad (o de la literatura), no ha podido desvanecerse como le gusta, teniendo que resignarse a ser visible, en ocasiones incluso audible (ya sea a base de carcajadas o de ronquidos), alejándose de las cualidades del fantasma a la que es tan afecto. En cambio ha tenido que encarnarse continuamente en sí mismo, lo cual no es desagradable per se, y menos cuando se comparten confesiones con nombre de mujer con los mejores amigos frente a una pinta de London Pride. Simplemente, si el viaje da al viajero la oportunidad de olvidarse de sí mismo, de ser apenas sombra proyectándose delicadísima sobre los escenarios ajenos, este viaje no ha podido cumplir esa función venerable para el yo siempre a la fuga. El viajero invisible, sencillamente, no ha podido ponerse de largo.

Lo que sí ha hecho el viajero invisible es poner a prueba su condición de tal (de viajero, no de invisible) casi a cada momento, y, sobre todo (como predecía hace ya demasiados años cierto ominoso contable) en los desplazamientos. En ocasiones, ha sentido que todo el mundo a su alrededor estaba más convencido de su rol de viajero que él mismo. Otras veces, se ha sentido (prematuramente) avejentado. Las más de las veces ha reconocido moverse en territorios fundamentalmente ajenos, que sólo brevemente, sólo a la llegada, le hacían nacer la vieja chispa del deseo de extranjerizarse, encontrarse a sí mismo en los lugares que pertenecen a los otros. Así, se ha desplazado con un cierto escepticismo por dichos lugares, mirándolos fundamentalmente desde fuera, sin el viejo y caro anhelo de, algún día, llegar a habitarlos.

El viajero invisible, asimismo, se ha movido a trompicones en el territorio resbaladizo de un mito ajeno. Ha sido literalmente arrastrado por los escenarios que componían la urdimbre mítico-sentimental de otro de los viajeros (llamémosle el viajero aguerrido). Si bien reconoce la generosidad con que dicho viajero ha aleccionado a sus -a menudo renuentes- acólitos en los meandros de dicha mitología literaria (y lo jugoso y sustancial de tal mitología en sí), también ha echado de menos que alguien, quizá él mismo, ayudado por una pausa y un sosiego que no han sabido o querido buscar, estableciera lazos entre dicha mitología y la propia de este grupo de viajeros letraheridos inopinadamente reencontrados en tierras británicas. Que alguien, como anunció, celebrara funerales por conciliábulos que nunca mueren, y hablara con la voz de un grupo, no la suya propia, de futuros imposibles donde seguir (no) escribiendo juntos. Seguramente ha sido la velocidad del paso, la necesidad de coleccionar estampas y recuerdos la que lo ha impedido, pero al viajero invisible le queda la sensación de oportunidad perdida: la de refundar en tierras lejanas lo que tantas veces fue, lo que siempre unió.

A cambio, debe reconocerlo, ha disfrutado de unos días entrañables llenos de risas y jolgorio con sus mejores amigos, conociendo dos ciudades dignas de ser visitadas. No es poco botín...