¿Qué hay en Oxford de la ciudad imaginada, anticipada, etérea, neblinosa, inmortal en su parálisis? En un primer momento la ciudad real se alza ante los viajeros como un muro de mediocridad globalizada: catervas de jóvenes de farra bajo el pobre pretexto de aprender el idioma, la inevitable turistada japonesa, la sensación pegajosa de habitar un mero parque temático de índole académico-medieval. Luego, a medida que los viajeros tratan de descifrar el mapa que conduce a la ciudad bajo la ciudad, una sensación insidiosa de tiempo desaprovechado: de malgastadas carreras provincianas, en contraste con la excelencia de quienes, además de ser tan letraheridos y outsiders como ellos, ejercían la magistratura desde una formación mucho más amplia.
Pero, por fortuna, hasta la ciudad más real acaba siendo engullida por el manto de la noche. Las calles se vacían, los edificios otrora majestuosos se tornan de una ominosidad escalofriante; surgen los fantasmas, antiguos habitantes de una ciudad varada en el tiempo. Tal vez su librería de lance ya no exista, pero Ralph y Gillian Stone bien podrían doblar la esquina de Turl Street de improviso, echar una ojeada cómplice a los viajeros, y entrar en el establecimiento que aún conservan en la ciudad nocturna. El conserje de la Tayloriana pasa apresurado junto al templo en honor a Morgoth, que algunos durante el día se obstinan en llamar Bodleian Library. Saluda a los sorprendidos viajeros por sus respectivos nombres de pila, con la familiaridad propia del espectro habitual, confundiéndolos con dons de otra época: Ronald, Jack, Hugo. Este último sonríe y se ciñe a su papel recién otorgado para exclamar con ironía: "¡basta de elfos!"
Pero, por fortuna, hasta la ciudad más real acaba siendo engullida por el manto de la noche. Las calles se vacían, los edificios otrora majestuosos se tornan de una ominosidad escalofriante; surgen los fantasmas, antiguos habitantes de una ciudad varada en el tiempo. Tal vez su librería de lance ya no exista, pero Ralph y Gillian Stone bien podrían doblar la esquina de Turl Street de improviso, echar una ojeada cómplice a los viajeros, y entrar en el establecimiento que aún conservan en la ciudad nocturna. El conserje de la Tayloriana pasa apresurado junto al templo en honor a Morgoth, que algunos durante el día se obstinan en llamar Bodleian Library. Saluda a los sorprendidos viajeros por sus respectivos nombres de pila, con la familiaridad propia del espectro habitual, confundiéndolos con dons de otra época: Ronald, Jack, Hugo. Este último sonríe y se ciñe a su papel recién otorgado para exclamar con ironía: "¡basta de elfos!"